Rockuerdos

Crónicas de un fan del rock

martes, mayo 02, 2006

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Hice la primera parte de mi secundaria en el Pablo Nogués, este colegio debe haber sido el lugar con mayor cantidad de rockeros por metro cuadrado en todo Mendoza. Me llevó escasas horas conocer a otros con los mismos gustos musicales a los míos, al poco tiempo la carpeta era sólo un accesorio, lo importante eran los discos que llevabas y si tenían el sticker de Convivencia Sagrada, mucho mejor, te hacía pertenecer al exclusivo círculo de la música progresiva que, como todo ghetto, era muy cerrado.
Éramos los diferentes, los “antisistema” de aquellos años. Ni las chicas eran más importantes que “nuestra música”. Teníamos “leyes” lapidarias: si la música era melosa, se podía bailar y/o tenía letras románticas, era catalogada como “comercial” y eso la enterraba en el más profundo de los infiernos.
Era el año 1977 y yo me compraba uno de mis primeros y más amados discos: “Los Delirios del Mariscal” de Crucis y no tenía ni idea que delirios de mariscales, coroneles y brigadieres sumergían al país en un auténtico vía crucis. Los que venían marchando no eran ningunos santos en aquella época realmente (dicta) dura. Con ignorante adolescencia mis amigos y yo vivíamos en nuestro propio mundo de hadas, duendes, castillos, alondras y dragones que nos mostraba Roger Dean desde las portadas de los discos de Yes. Era un lugar mágico y misterioso.
Mágico fue ese momento en que la profesora suspendió la hora de Química, por “el aire irrespirable” que había en el curso.
Lo misterioso es que nunca se supo quién derramó esa sustancia penetrante.
Me acuerdo claramente del director del colegio, con su riguroso bigote y muy enojado regañándonos desaforadamente: “¡qué pichuli, ni qué pichuli, acá se viene a estudiar!”.
Seguro que fue un compañero mío que le ponía gotitas de patchouli a las tapas de sus discos. Hasta el día de hoy, la vez que siento ese aroma, me voy de narices a aquellos años iniciáticos. Ningún perfume del olvido, sino el de los mejores recuerdos…

Hasta hace poco trabajé donde era el Auditorio Galli, en una oficina grande y con internet. Ahí conseguí mucha música de aquellos años y no pude evitar acordarme cuando miraba todos esos discos tan prolijamente expuestos en la vidriera de mi disquería de cabecera: Casa Galli. Comencé bajando algunos inconseguibles: “Song of Seven” de Jon Anderson, otros de Camel, Triumvirat, EL&P, algunos videos y completé las discografías de Yes, Rush y Pink Floyd…
¡Qué bueno! este lugar seguía dándome música, como antes…
Sentí que se cerraba un círculo. Un círculo perfecto… como el sticker de Convivencia Sagrada.

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